Recuerdos en medio formato

RECUERDO CUANDO PASÉ POR ESA CALLE. Recuerdo cómo y qué me vino a la cabeza al ver cómo se llamaba. Recuerdo la imagen nítida que quería haber buscado. Recuerdo cómo sentí que sería posible, que la haría, que se amoldaría, que crecería al otro lado de la lente, sinuosa y eterna. Recuerdo cómo lo sentí.

Recuerdo que pasé por el mismo lugar al cabo de dos años. Recuerdo que volví a fijarme en el cartel. Recuerdo que la imagen era otra. Recuerdo que ya no quedaba ningún resto de ese sentir.

El cartel seguía. Las piedras seguían. El asfalto seguía. El árbol seguía. Pero en nuestra etérea humanidad… a veces creo que no hay nada más fugaz que un sentimiento.

La niña y el gigante

SONABA UNA CAJITA DE MUÑECAS QUE A LA NIÑA NUNCA LE GUSTABA ESCUCHAR. Nevaba fuera. Era el día de Reyes. La niña cogió la mano del gigante con decisión y señaló hacia la calle. El gigante se quejó, una vez más; la regañó, una vez más. Hacía frío, se iba a constipar, no eran horas. Los gestos del gigante se habían acostumbrado a contradecir toda la brusquedad de un talante labrado a fuerza de horas, días, meses en cuevas, montes y grutas, de día y de noche, vigilando rebaños de ovejas. Los gestos del gigante eran suaves con ella, intentando aprender el cariño que le nacía pero que nadie le había enseñado cómo expresar.

Salieron a la calle.  La niña alborotada, empezó a correr, empezó a saltar. Metía las manos en el crujir de la nieve. Con los años, se seguiría deteniendo en el placer liviano del crepitar del agua en estado sólido al atravesarla con los dedos. Se le empaparon los pies. Se le helaban las manos. Se reía, se reía, se reía. El gigante le regañó de nuevo. Chasqueó la lengua. «Estate quieta, que ya te he dicho que así te vas a constipar». Sacó la caja de plástico que había pedido a su mujer. La llenó de nieve. «Vámonos a casa y juegas con ella ahí. Te vas a poner enferma». La cogió de la mano con cuidado.

Volvieron a casa. A la niña se le ocurrió que si ella tenía frío, la nieve quizás tendría más. La puso en la estufa para que se calentara. Cuando la vio convertirse en agua, lloró hasta reventar. «No… si no te estarás quieta».

Pasaron los años y la niña seguía trepando por las piernas del gigante. Aprendió de sus manos el sabor del pimiento crudo. Le regaló un cencerro de cuando era pastor, lo único que conservaba suyo y sólo suyo de ese tiempo. Le decía que le sacaría «el cinto» si no se estaba quieta. Nunca lo haría. El gigante era duro y parecía un hombre de piedra… que se desplomaba entre sollozos cada vez que a la niña le sangraba una herida.

Ahora la niña está escondida en un cuerpo de mujer que mira al gigante postrado en la cama de un hospital. El cuerpo de él, menguado y enjuto, aún sigue sobrepasando el de ella. La niña escondida en el cuerpo de mujer mira al gigante que no puede tragar para comer. Que no tiene fuerza para que su voz sea audible. Que dice estar «en otro mundo». Que mira al techo reclamando algo. Que le han negado, a fuerza de pastillas y sueros, la dignidad del último aliento digno y en calma.  ¿Qué sentido tiene no dejar ir un cuerpo de gigante en el que la vida ya se fue hace un tiempo?

Ahora la niña escondida en el cuerpo de mujer se acerca a besar al gigante. Él le corresponde en el aire, incapaz de girar la cara para alcanzar su mejilla. La fuerza le llega para mirarla de reojo. «Estoy cansado, no puedo más… diles que me dejen en paz». Y la niña escondida en el cuerpo de mujer, como hizo ante el drama de la nieve convirtiéndose en agua, lloró hasta reventar.