HAY POCOS LUGARES MÁS SURREALISTAS QUE UN AEROPUERTO. Tierra de nadie, suelo de mil pasos, aire de espera que nadie desea, puro trámite.
Deseos de llegar y de partir. Esperanzas rotas que se quedan hechas pedazos en los bancos. Añoranzas de cuerpos, miradas, lugares. Prisas y alibios. Cuatro palabras de un libro que vuelan mientras mil estómagos se agitan imaginando qué o quien le espera al otro lado de la puerta. Diálogos por la mitad, cortados por el cuchillo de un teléfono… quizás de ahora vengo. Quizás de quien sabe cuando vendré.
Reuniones pendientes, reuniones pasadas. Desidia y segundos que se escurren lentos y pegadizos como gotas de mercurio. Paisajes que se huelen y se van grabando en el cuerpo antes de llegar a ellos. Otros que te queman con solo pensarlo, amenazantes a tus espaldas, ya a lo lejos.
Y esas notas de música, mucha música de muchos oídos… pendiendo, colgando de una fría y geométrica pared.
En los últimos 5 meses he estado en 7 aeropuertos y cojido 16 vuelos. Y si lo piensas, haber empleado esos segundos en contarlo es algo tan absurdo como haberlos perdido en trazar una frontera.