He decidido retomar el sano vicio de escuchar la radio…y, una vez empiezo, lo hago a todas horas. Cuando hoy la puse en el coche, una emisora con la que topé por puro devaneo sonoro reseguía versos que ya conocía. Subí el volúmen.
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
Luís Cernuda, considerado uno de los rebeldes miembros de la llamada Generación del 27. Me bastó un segundo para que mi mente viajara al momento en que oí ese poema. Tendría como unos trece años y lo desgranabas tú, verso a verso, con esa voz clara en la clase de literatura. Cada día te sentabas, te ponías las gafas marrón claro de «ver de cerca» con una mano, sacabas un papel de tu carpeta roja y leías…mientras seguro que alguno iba pidiendo al Universo entero que esa vez no tocara aprendérselo de memoria. Con el de Cernuda recuerdo que se me erizó el vello de la nuca. Al acabar, me miraste y me dijiste bajito, con una carcajada sofocada: «Laura, cierra la boca, anda…» No quisiste dejar de mencionar, de paso y con naturalidad, que esas palabras cargadas de tanta belleza y pasión estaban escritas por y para un hombre.
Querías acercarnos a todo tipo de grandes personages de la literatura castellana desde la realidad de su día a día; desde lo que se sabe que podrían pensar o sentir. Más allá de lo que decían los libros de texto (no recuerdo haber abierto ninguno), más allá de lo que a menudo se ocultaba y sin dejar de lado a los grandes olvidados. Me fascinó la fiesta para los sentidos de la obra del Arcipreste de Hita; me distrageron los piques entre Quevedo y Góngora; me horrorizó la muerte de García Lorca (por ti, por no disgustarte, me ahorro los muchos insultos que se me ocurren hacia los que tienen la cabeza tan hueca y el cuerpo tan seco de alma que pretenden ahogar el sentir de los demás y para ello usan, entre otras armas, la humillación). Y, con lo que nos enseñabas, me removías, me despertabas… tanto como para que un simple poema cazado al vuelo, años y años después de tus clases, me haga volver a ti.
Recuerdo muy bien tu meticulosidad en el uso del lenguaje, algunos momentos en las aulas y mucho mucho de lo que me decías. También el afecto y ese creer-en-mí que me tenías sin querer disimularlo… y la seguridad en mí misma que sin saberlo me dabas. Ésa que algunas veces tu recuerdo aún aviva a pesar de los años. Ahora me gustaría preguntarte qué te pasaba por la cabeza cuando a veces me hacías leer en voz alta textos que, como los demás, te había entregado. Luego decías cosas así como «¿Te das cuenta de lo que has escrito?» o me susurrabas cuando pasaba por tu lado al salir de clase «Y que queden tus palabras en este aire aburrido y espeso». Pero es que en realidad no era yo quien escribía, sino que eras más bien tú que me lo estabas sacando. Luego llegó la adolescencia y me tropecé fuerte con algunos hoyos. Me llamabas. «Tu madre me ha contado que ha pasado esto y que tú ni te inmutas…¿qué pasa?» Y más que contarte, conversábamos. De verdad. Contigo, sí. Cómo querría contarte ahora todo lo que me pasa por la cabeza en los últimos años…aunque no creo que te sorprendiera. Antes de empezar la especialización en la que se empeña nuestra sociedad, al final de una clase preguntaste: «¿Quién ha escogido Ciencias?». Levanté la mano y cuando comprobé tu reacción; ya la estaba esperando. «¿Túúú? Es por el mar, ¿no?» Qué teñida de pronósticos estaba esa sorpresa y su automática respuesta…
Hace años que se jubiló. Seguramente hayan pasado años desde el momento en que repitió, pero esta vez en serio, eso de «Que pare el mundo que yo me bajo». Pero oír ese poema, aunque haya sido en boca de otro, me ha vuelto a traer el pensamiento de ella envuelto en piel de gallina.