Pirateando

«No soy un fulano con la lágrima fácil de esos que se quejan sólo por vicio,
si la vida se deja yo la meto mano y sino, aún me excita mi oficio.
Y como además sale gratis soñar y no creo en la reencarnación,
con un poco de imaginación partiré de viaje enseguida
a vivir otras vidas, a probarme otros nombres,
a colarme en el traje y la piel de todos los hombres que nunca seré…

Pero si me dan a elegir entre todas las vidas yo escojo
la del pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo,
el viejo truhán, capitán de un barco que tuviera por bandera
un par de tibias y una calavera…»

J. Sabina

Llegan turnos de ir y venir en un barco como parte de mi trabajo en la Fundación CRAM… este blog tendrá unas paradas para arrancar de nuevo, enriquecido en cada vuelta.

Y yo mientras tanto, dejaré que el océano me vaya calando. Me buscaré en el azul de unos pocos metros cuadrados; en el blanco de unas velas que se tensan y se sacuden. Dejaré que el aire de sal se lleve mi alma todas las veces que quiera y la hunda hasta el fondo tanto como guste.

Que el océano se me coma. Que se me pierda la razón en la superficie que mecerá nuestra casa temporal y cobijará tantas fascinaciones en su fondo. Y, como pirata cualquiera, al volver a tierra desearé que una parte de mi alma y de mi razón se me hayan quedado perdidas para siempre en algún lugar entre la superficie y el fondo…

Valparaíso de tarde

Acercándose la tarde la vimos languidecer un poco. Subió a un ascensor de pedazos de madera encajados con el martillo de los siglos. Bajó con nosotros al puerto, observándonos desde atrás, con la cabeza ladeada y la boca al borde del llanto.

Acercándose al Santa Cruz, iba perdiendo color, se movía a sacudidas como una vieja película de cine mudo. Y así, entre mil gestos de gentío, entre las papas fritas y la carne dura de la chorrillana, la vimos ahogarse en un océano de cláxones. Hundiéndose despacio, siempre digna… arrastrando el peso de un desteñido blanco y negro.

Valparaíso de día

Suena un despertador reconstruido con pedazos de lata azul. Demasiado temprano como para poner un pie en el suelo, demasiado tarde como para seguir retorciéndose entre las sábanas. Indecisa, se despereza… y su camisón de blancura amarillenta, de encaje raído, se le escurre dejando un rastro de piel de gallina. Se levanta… y el espejo le devuelve un reflejo de magnificencia conseguida a medias y hace años. En sus arrugas, una evidente decadencia de antiguos tintes coloniales que con perfume de arte urbano, sigue despertando el deseo. Delante del espejo , se mira con detenimiento cada cana…y  se plantea si pintárselas también de colores.

Esa mujer trepa sobre sus tacones sabiendo que se romperán cada día para reconstruirse al siguiente. Sale a la calle al ritmo de contoneo de cadera, encajando cada curba de su anatomía. Una suavidad de sube y baja, esculpida por el roce de mil pasos exactamente iguales a los que redondearon los adoquines de su calle. Andando al ritmo de cualquier canción rezumante de nostalgia, tararea una poesía. Y con la ocurrencia de revolucionarse un rato, se estremece.

Valparaíso de día es una mujer casi mayor que se cree desgarradamente joven y lo consigue. Sobrellevando el escurrirse del tiempo a punta de tatuaje. Ya no se esconde en cada esquina. Ya, en su grandeza desmoronada a ratos, se nos cruza enmedio del camino, con las manos en la cintura, los labios en rojo ardiente y esa mirada en que la crueldad, de tanto cuidar su encanto, se desdibuja.

Valparaíso de noche

Brillan espasmódicas las luces de un puerto. Una ciudad se desnuda y se acuesta… lenta como una gata, caliente como el deseo. En su mano izquierda, un puñado de calles que ella esparce lanzándolas con un solo gesto. En su mano derecha, murmullo de pasos, inquietud de sombras.

La ciudad yace tendida en una cama a punto de desmoronarse. En ella se retuerce suavemente… digna y carnal, en piel morena y boca de gemido, bañada por la oscuridad de la luz amarillenta de una farola.

Valparaíso de noche es un querer y no poder. Un querer y tenerla a ratos. Un querer encontrarla en cada esquina, tumbada y desnuda, mirándonos de reojo desafiante, respirando en un vaivén de calles sin sentido.

Y, tiñéndonos de marineros, ya nada era más importante que encontrárnosla, tumbada, en cada esquina…