Fragilidad

No deja de ser extraño cuando alguien con quien viviste más de dos, de tres y de veinte irresponsabilidades se lía en algo tan inmenso como traer nueva vida al planeta tierra (aunque en realidad tuviera que llamarse planeta mar por una cuestión de porcentaje).

Una mente que se abrirá a mil estímulos. Un par de ojos que buscarán entre un continuo ir y venir de flashes. Un corazón que latirá a un ritmo u otro dependiendo no sólo de lo que vaya encontrando sino también de cómo haya aprendido a reaccionar ante lo que encuentra. Un enorme cambio, bello, pero con algo de abismo desconocido hasta que se tiene a ese ser en brazos (o eso dicen).

Ella duerme casi todo el tiempo y me embelesa. Murmura y sonríe sola a ratos… ¿de qué carajo se estará burlando en su mundo aún de sombras?

Tan linda, tan minúscula, tan suave… tan a merced de cualquier cosa que pueda llegar.  La miro y pienso en lo frágiles que somos los seres humanos. En cómo nuestra fragilidad se suple en parte con el desarrollo de lo que llaman “capacidad de raciocinio” (lo que a tantos les falta, por otro lado). Hasta que no se le asiente esa razón, no le quedará más remedio que confiar en una madre que con dulce esclavitud la toma y la mece justo como ella lo necesita. Aunque nadie le haya enseñado a hacerlo antes… hasta que tú, pequeña, llegaste.

Unas amigas bailarinas montaron hace poco una pieza de danza sobre la fragilidad. Me llegaron a convencer de que es un aspecto positivo del ser humano, de que te hace cercano, de que te hace crecer. Pero después de ver la pieza, no dudaron en aceptar que le faltaba garra  y le sobraba ñoñería.

Qué increíble que nuestra capacidad de supervivencia se cueza tan a fuego lento. Nosotros, que nos sentimos dueños del mundo. Y, por otro lado…qué increíble es verlo cocer.

Molta sort, nois…

«La cabra tira pal monte»

Hoy he vuelto a la esencia de un tiempo ya algo lejano. Un tiempo en el que fui libre, de verdad y con rotundidad aunque no me diera ni cuenta. Un tiempo en que éramos un puñado de personas que para tocar al timbre de casa se tenían que poner de puntitas… un puñado de personas corriendo entre el bosque, las rocas y el agua. Un tiempo Mediterráneo. Un tiempo descalzos, con la piel cubierta sólo por un aire de sal. Un tiempo en que no necesitábamos absolutamente nada… excepto a nosotros y a un mar contorneado por una costa un tanto abrupta. Una costa que a nosotros nos parecía tan nuestra y tan suave.

Hoy he vuelto a un tiempo en que no buscábamos sentir los elementos porque los llevábamos dentro. Un tiempo en que nos perdíamos porque sí y el «para qué» de nuestras acciones ni siquiera existía. Sólo importaba el deslizarse de los días entre nosotros en una isla que tiene ganado todo mi amor y respeto… más de la mitad de mí. Un tiempo en que sabíamos que se había acabado el día porque el abuelo nos llamaba haciendo sonar la caracola gigante desde el muro de casa. Un sonido que siempre me supo a puesta de sol en el acantilado, con medio cuerpo colgando y un vaso de ColaCao.

Hoy he vuelto a acariciar esa parte de mí tan mía y tan de algunos con los que quiero compartirla. Esa parte de mí hecha de recuerdos isleños de una Laura 100%. Un tiempo en que éramos libres precisamente por no necesitar nada más que a nosotros y al océano. Precisamente y justo por eso. Ahora me doy cuenta.

Y todo, porque he vuelto a sumergirme en el no sonido, en la vida que desde fuera no se ve, en la ingravidez…

Sí, creo que el nuevo trabajo, me va a hacer feliz.

Próxima parada: ciudad, mar, delfines y tortugas

No tenía claro si anunciarlo a gritos o no… ya los había dejado todos (o casi) en una playa, una mañana, hace unos días. Concretamente, en la playa delante del edificio que  ha pasado a ser de un día para otro mi lugar de trabajo. Supuestamente… porque la oficina se irá convirtiendo en profundidad, barcos y lugares muy húmedos detrás de lentes.

Paso a colarme en el departamento de comunicación de la Fundación CRAM, en unas condiciones que no podrían ser mejores. Mi etiqueta es la de «responsable de fotografía y video». Pero como las etiquetas me producen una cierta urticaria, intentaré más bien llenarla con la voz de las imágenes de un mar que danza sobre una cuerda floja. Se puede hacer mucho por salvarlo de la caída… también con «sólo» decirlo a través de un puñado de megapíxeles. Aunque eso sea otra historia.

Seguiré apostando porque la profesionalidad depende más de la calidad del trabajo que de lo que se saca de ello. Seguiré haciendo oídos sordos frente a cualquier escéptico que siga pretendiendo tentarme hacia ese punto de imposible que tienen las aspiraciones. Sin saber que a mí, justo ese punto me fascina.  Seguiré calentándome por dentro con la mirada afable de quien dice que si uno apuesta por algo, puede llegar a hacerlo. Seguiré creyendo en lo que es «muy difícil».

Puedo ponerme hasta pesada dando gracias pero es que en este punto más que nunca tengo mucho que agradecer. Empiezo por quien me dio esta oportunidad, viendo en mí y creyendo en mí sin cesar desde hace ya algunos años. Sigo con quien me sube a su nube y llena los segundos de felicidad serena, por dentro… y por encima de todo. Y no sigo para no aburrir, pero que conste que de agradecer, no acabo…

Nos vemos en el agua.