No deja de ser extraño cuando alguien con quien viviste más de dos, de tres y de veinte irresponsabilidades se lía en algo tan inmenso como traer nueva vida al planeta tierra (aunque en realidad tuviera que llamarse planeta mar por una cuestión de porcentaje).
Una mente que se abrirá a mil estímulos. Un par de ojos que buscarán entre un continuo ir y venir de flashes. Un corazón que latirá a un ritmo u otro dependiendo no sólo de lo que vaya encontrando sino también de cómo haya aprendido a reaccionar ante lo que encuentra. Un enorme cambio, bello, pero con algo de abismo desconocido hasta que se tiene a ese ser en brazos (o eso dicen).
Ella duerme casi todo el tiempo y me embelesa. Murmura y sonríe sola a ratos… ¿de qué carajo se estará burlando en su mundo aún de sombras?
Tan linda, tan minúscula, tan suave… tan a merced de cualquier cosa que pueda llegar. La miro y pienso en lo frágiles que somos los seres humanos. En cómo nuestra fragilidad se suple en parte con el desarrollo de lo que llaman “capacidad de raciocinio” (lo que a tantos les falta, por otro lado). Hasta que no se le asiente esa razón, no le quedará más remedio que confiar en una madre que con dulce esclavitud la toma y la mece justo como ella lo necesita. Aunque nadie le haya enseñado a hacerlo antes… hasta que tú, pequeña, llegaste.
Unas amigas bailarinas montaron hace poco una pieza de danza sobre la fragilidad. Me llegaron a convencer de que es un aspecto positivo del ser humano, de que te hace cercano, de que te hace crecer. Pero después de ver la pieza, no dudaron en aceptar que le faltaba garra y le sobraba ñoñería.
Qué increíble que nuestra capacidad de supervivencia se cueza tan a fuego lento. Nosotros, que nos sentimos dueños del mundo. Y, por otro lado…qué increíble es verlo cocer.
Molta sort, nois…